Me gradué de la secundaria un mes antes de cumplir 18. Estaba lista para comerme el mundo, o eso creía. Crecí sabiendo que, estando preparada o no, llegaría el día en que tendría que tomar la decisión más importante de mi existencia. Porque aunque me creyese preparada con tan solo un título de bachiller, a la final, independientemente de que carrera eligiese estudiar, iba a terminar como todos en el medio: casada antes de los 30, casa con jardín, un par de golden retrievers, hijos y la vida semi arreglada. No había mucho que cuestionar, era (y sigue siendo para muchos) el curso de la vida.
En mi plan, graduarme de fotógrafa en el Centro de Imagen de la Alianza Francesa no me iba a tomar más que 6 meses. Reforzaría mi francés y aprendería un poco de árabe para ir a cubrir el conflicto armado en Siria. Sí tenía suerte y regresaba de mi tan altruista misión de enseñar al mundo lo que muy pocos sabían qué estaba ocurriendo, estudiaría periodismo, me graduaría y continuaría con el orden de la vida establecido después de un pequeño detour: casarme joven sin cuestionarme el por qué.
Los dos años previos a mi graduación de bachiller me enfoqué en hacer un curriculum, que de acuerdo a los parámetros que nos habían dado en el colegio, era “flawless”. Fui Editor in Chief del periódico escolar al que le metí sin piedad artículos de política y opinión que estoy segura que nadie, más que mi profesor de literatura, Andy Jones, leía y me impulsaba a seguir produciendo. Eso, sumado a mi ambicioso viaje a Siria, eran la aplicación perfecta a Brown para poder estudiar periodismo. Poco sabía que toda la vida tenía sus propios planes y me llevaría por una tangente nunca antes considerada.
Nunca llegué a Siria aunque, 11 años después, el conflicto armado sigue. Mi plan de ser corresponsal de guerra siguiendo los pasos de Lynsey Addario ha evolucionado de formas que ni siquiera sé cómo explicar de una manera descomplicada (aunque el timeline está clarísimo en mi cabeza). Estudié periodismo pero no en Brown. A media carrera, decidí que me faltaba “condumio” y me enrolé en una doble titulación de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales mientras seguía estudiando Periodismo. Impulsada por la curiosidad que me domina, me metía en cada actividad extracurricular que podía.
Un semestre antes de mi tan esperada graduación, mientras trabajaba de voluntaria en una ONG que brindaba servicios legales gratuitos a refugiados (de alguna manera estaba involucrada con el conflicto sirio por los asylum seekers). Así, siguiendo los pasos que la vida me iba colocando uno tras otro, boté inesperadamente todo mi esfuerzo y dedicación de los 4 años previos, me cerré, nunca volví a hablar al respecto y terminé estudiando Derecho (pero eso, es otra historia que todavía no estoy lista para compartir, quizá algún día lo esté).
Contra todo pronóstico, logré trabajar a tiempo completo en algunas firmas de abogados, llegué a ser paralegal en el Citibank y hasta Coordinadora Regional de Libertad de Expresión en una organización que no se merece ser nombrada. Mientras estudiaba Derecho, bailaba ballet obsesivamente y empezaba mi camino de exploración eterna de la naturaleza. Aunque crecí y me criaron en el campo, mi adolescente mutante había generado rechazo a todo eso. Yo solo quería ser “normal”: salir de fiesta los fines de semana, vestirme a la moda y ser una más entre la multitud. Mi naturaleza salvaje había estado bien guardada dentro de la cajita que me entregaron apenas empezó mi escolarización para poder encajar en el molde al que estaba destinada.
Hay muchas cosas que no fueron bien en mi relación con cierto abogado que conocí en mis épocas de Citi, pero si le estoy eternamente agradecida y le atribuyo a él el hecho de estar parada sobre mis dos pies bien enterrados en la tierra del páramo, porque fue él quien hizo que abandonara los tacos, el pelo liso y los collares de perlas por aventuras en las montañas en bicicleta, moños de churos rojos enredados y desayunos viendo el amanecer en carpa frente a las más preciosas lagunas y los más imponentes paisajes. Me puso frente a los ojos lugares que jamás había transitado, buenos y malos, complejos y simples. Y de alguna forma, me ayudó a encontrarme a mí misma destrozándome en pedazos, desde donde sigo resurgiendo en parte como lo que soy ahora, como el Fénix desde las cenizas, desde restos de lo que yo solía ser hasta mediados de mis veintes a lo que soy ahora: RAW.
Fue así como decidí abandonar mi carrera de abogada, alejarme del mundo tenso de las ONGs y los estudios jurídicos y me dediqué a escribir. Escribir para vivir, vivir para escribir. Aprendí a hacerlo desde todos los puntos de vista, adoptando diferentes voces, pretendiendo ser diferentes personas. Mi trabajo no requería más que hedonismo, minuciosidad, creatividad y sed insaciable por viajar y explorar. Sentía que había retornado finalmente a mi raíz, al periodismo, a la comunicación, a mi razón de ser, a aquellas épocas de pasante en la revista Diners que mi única preocupación era escribir de la forma más bonita posible mi experiencia en las fiestas de San Juan en Zuleta, solo que esta vez me pagaban por hacerlo y no tenía que preocuparme por nada más que por fluir en mi papel asignado en cada una de las experiencias de las que tenía que reportar.
Aunque llegué a ese trabajo siguiendo un plan estricto, todo se vino abajo con la pandemia. Lo puedo describir como un golpe fuerte en el lóbulo frontal del cerebro con un bate de béisbol sin piedad. Entre recuerdos parece mentira pero no lo fue: en una madrugada de sábado de paseo en bici a Bolívar. La verdad es que para qué entrar en detalles, porque la adrenalina me nubla los recuerdos del suceso. Nadie se hubiese dado cuenta de no ser porque yo misma me traje de vuelta a casa manejando una vez que me liberaron. Apenas abrí la puerta de la casa me desmoroné tratando de entender qué había pasado: había estado secuestrada y tan solo por pura fortuna, estaba viva ese rato (aunque con múltiples golpes, una contusión cerebral y un trauma que me causó depresión por más de dos años). A los dos días, mientras estaba entre la inconsciencia y la consciencia de la contusión cerebral, llamaron de recursos humanos a decirme que habían decidido “dejarme ir” por recorte pandémico de personal.
Había pasado 10 años de mi vida planificando y controlando cada minuto de mi vida para lograr hacer todo lo que me proponía. Ocupando cada hora y calculando absolutamente todo para no perderme de vivir nada. Y de repente, mi estructura de control extremo y planificación exhaustiva se vino abajo en dos segundos. Tenía 27, bajo mis términos, era un éxito total. No, la vida hasta ese punto no había ido acorde al plan macro, pero me había dedicado a apostarles a los detalles y ese plan iba a la perfección. Trabajo de hormiga, le llamaba, porque sabía que esa disciplina me iba a llevar lejos. Hasta que solo colapsó todo: la disciplina, la estructura, el sueño. Y una vez más, me deje morir, caer a cenizas y hasta la fecha, sigo en proceso de resurrección. Han sido dos años en los que he tratado de planificar todo minuciosamente, como siempre lo había hecho, pero llámese pandemia, mercurio en retrógrado, destino o qué sé yo: han sido dos años en los que el universo me ha dado intensamente contra la vida para que aprenda que para lo único que se puede planificar y no terminar decepcionada hecha bolita en modo auto-sabotaje a un lado del camino, es no hacer un plan.
Soltar el control, de todo. De todo porque hasta en el ambiente donde más libre me siento es porque lo he planificado así.
Ahora, a días de cumplir 29, entiendo que la vida no esta para planificar, para hacer promesas que no está en nuestras manos cumplir ni para esperar que las cosas salgan como quisiéramos. La vida está para fijar un norte en el mapa y dejar que el viento y la marea nos lleve a donde tengamos que estar. Esta para aprender a fluir, a dejarnos llevar, a nunca quedarnos con las ganas y siempre explorar más allá de los horizontes que están a simple vista. Está para irse descubriendo a una misma a medida que transitamos el chaquiñán. Bien dijo Antonio Machado: “caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Y qué mejor que descubrir ese camino al andar con otros humanos que, tal vez y, como todo en la vida, sean efímeros pero estén dispuestos a compartir ese tiempito juntos, sin reservas, sin reproches haciendo el camino “son tus huellas […] y nada más”.