Entre mis múltiples pasiones y hobbies, la cocina siempre ha estado entre las principales. Me considero una mujer de ciencia y alquimia. Por eso, ese espacio en el que puedo convertir los ingredientes en alimento y descubrir cómo tornar lo que tenga al alcance en magia, es una de mis cosas favoritas. De alguna forma, siempre busqué vincularme más con la comida, ha sido pura prueba y error, investigación propia y autoeducación impulsada por el TOC integrado a mi personalidad. Esto lo he logrado de a poco, desde una perspectiva lejana al “quiero ser chef y mandar en mi cocina”, como algo desvinculado del ego y enfocado en el ingrediente, sus propiedades, su historia, usos y hasta su cultura. Fue así como llegué a explorar, descubrir y experimentar sobre las conservas y es por esto que ahora utilizo esta alegoría para la conservación de la naturaleza.
Dentro de mi evolución como cocinera, he desarrollado una sed insaciable por preparar comida, no solo apetecible sino también nutricionalmente rica. Al principio, me centraba en lo clásico y las cosas que mis amigos, mi familia o pareja querían comer o probar en la casa. Siempre ha sido para mi un “challenge accepted”. Muchas veces era comida pesada, grasosa, llena de crema, quesos, lácteos, carnes rojas, carbohidratos y demás. “Quiero comer Fettuccine alla Carbonara” o “Beef Wellington” y yo siempre respondía “ok, voy a investigar, estudiar el plato y aprender a prepararlo: challenge accepted”.
Esto que me llevó a hacer mis estudios como Health & Nutrition Coach, a raíz de la pandemia fue cambiando. Empecé a tomar los ingredientes como mi sujeto de estudio, buscando formas de no desperdiciar nada y aprovechar lo que tenía a la mano. La idea de tener que salir a buscar comida en pleno pico del COVID-19 requería de toda una logística que, en mi cabeza, no estaba preparada para afrontar (y sí, la pandemia me pegó fuerte, me aislé dispuesta a descubrirme y enraizar conmigo misma).
Entre las cosas que iba descubriendo, encontré un libro en la casa de hacienda de mis papás que se llama “El Agricultor Autosuficiente”. Entre toda esta información valiosísima publicada en la década de los 70, encontré el capítulo de cómo hacer tus propias conservas, encurtidos y demás, con el propósito de “conservar” (valga la redundancia) ingredientes para evitar desperdicios, potenciar su consumo y sus valores nutricionales, entre otras muchas cosas. Esto abrió un mundo de posibilidades dentro de mi cocina. Sabía ya sobre el trend impuesto por el famoso y generoso chef de Noma, Renée Redzepi sobre fermentos y conservas, pero jamás lo había tomado como un reto en sí.
Semana a semana, tenía una entrega de vegetales orgánicos de la Finca Orgánica Chaupi Molino que, en verdad, fue mi inspiración para tomar este reto de la conservación dentro de mi cocina. Acostumbrada a la vida rápida de oficina, nunca tenía tiempo de considerar estas otras opciones. Mis almuerzos estaban reducidos a ensalada de lechugas con un poco de pasta flotando por ahí, algún que otro vegetal colorido y casi siempre pollo (es de las pocas proteínas animales que como constantemente y siento que si sigo así, me van a salir plumas).
Al pasar más tiempo en la casa, leer más y entender qué era lo que mi cuerpo necesitaba para sentirse saludable, me adentré en el mundo de las conservas, un mundo que te hace ser más consciente de tu entorno. Cada ingrediente tiene lo suyo, cada vegetal se mantiene distinto. Unos van crudos, otros cocinados, otros horneados y la lista sigue sin fin. Fue ahí que entendí lo que tenía en mis manos, supe que si realmente no entendía y conocía el ingrediente que iba a tener el protagonismo, difícilmente iba a poder conservarlo; que si su nivel de acidez era muy alto, tenía que contrarrestarlo para evitar su fermentación precoz; si era muy dulce, buscar la forma de tornar ese azúcar por medio de temperatura y fuego, para que cada fruta o vegetal perdurase en el tiempo.
Mientras cocinaba, siempre pensaba en cómo esto se aplicaba a todo lo que me rodeaba. Solo podemos realmente cuidar y preservar aquello que conocemos. Durante este proceso germinó una idea en mí: nuestra cercanía con la naturaleza debe estar ligada a una interacción consciente, de comprensión y cuidado. Todo lo que estaba aprendiendo también se aplica a los seres vivos, a los seres humanos. Al entenderlos, podremos cuidarlos mejor.
Los ecosistemas del planeta Tierra son sumamente frágiles y complejos. Pequeñas variaciones en acciones humanas tienen impactos enormes en estos “hubs”, como el páramo y el océano. Si los humanos no podemos entender esto, la conservación está más cerca de ser una utopía que una realidad palpable.
Esto para mí era territorio desconocido hace algunos años. Empecé a trabajar en algunos casos de derecho ambiental y derechos humanos impulsados por comunidades indígenas que buscaban salvaguardar los páramos y territorios aledaños, peleaban contra grandes corporaciones de minería internacional que habían ya iniciado sus labores de exploración y explotación, firmando acuerdos y actuando bajo licencias sin validez jurídica otorgadas por un gobierno con sed de más dinero al coste que fuera.
A medida que empezamos a trabajar en la acción de protección, empecé a investigar más y más sobre el ecosistema que buscábamos salvaguardar. Entendí que la protección y conservación de este tipo de ecosistemas se había dificultado tanto por la falta de conocimiento de su fragilidad. La gente ignora, en la mayoría de casos, no por decisión propia, todo lo referente a la importancia de ciertos espacios. ¿Sabías que los páramos tienen tal capacidad de retención de agua y humedad que son una de las mayores fuentes hídricas en países de la región andina, como es Ecuador? Además, son lugares con una altísima variedad de flora y fauna, muchas veces endémica y que están amenazadas por el sobrepastoreo, los monocultivos agrícolas y la minería (al ser suelos con orígenes volcánicos muy antiguos, tienen el material ideal para la construcción).
La pregunta es: ¿de qué sirve saber todos estos datos sobre páramos, ríos, océanos y montañas? Aquí es donde entra mi alegoría.
Estudio y busco entender los ingredientes que utilizo. Aprendiendo sobre su cultivo y la forma en la que llegaron a mi cocina, puedo darles el tratamiento que se merecen. Me esfuerzo en conocer las propiedades nutricionales de los alimentos (azúcares naturales, minerales, sales y todos los demás nutrientes) lograr que duren más, “conservarlos”, que aguanten hasta que se rompe el sello de aire en sus frascos cumplen con su propósito, porque quiero creer que lo mismo pasa cuando salgo a la naturaleza: solo podemos cuidar lo que realmente conocemos.