Vivo en Los Chillos desde el 2008. Soy cuencano y desde la niñez venía con frecuencia a Quito por vacaciones. Mis abuelos se radicaron en la capital en 1979 y desde entonces, con apenas dos añitos, Quito era un destino frecuente para mí.
En el 2005 los viajes a la primera ciudad del Ecuador tomaron un rumbo distinto al de mi niñez y adolescencia. Me enamoré de una hermosa quiteña, con la que años después nos casamos y tuvimos dos hijos. Ella había vivido siempre en Los Chillos y me hablaba con mucho amor de lo lindo que es este sector y de una montaña en particular de la que yo poco conocía: el Ilaló.
Ella, con sus papás y su hermano, recorría este volcán inactivo en los años noventa. Por lo general subían desde El Tingo hasta la Cruz. Era un paseo familiar relajado, que con el tiempo solo dejó buenos recuerdos.
Cuando llegué a vivir en Los Chillos me puse como meta, algún día, subir el Ilaló. Pero el tiempo pasaba y la promesa no se cumplía. En mis primeros años por este barrio viví en el sector de Playa Chica, pero desde el 2014 estoy en lo que se conoce la vía al Tingo. Y sí, estaba más cerca de la montaña que tanto me cautivaba, pero de la que no sabía nada, solo que fue un volcán activo hace miles de años.
Los días del calendario seguían su marcha y este periodista mantenía la promesa. El tema era que no sabía cuándo cumplirla. Criar a un hijo y una hija, trabajar en medio de comunicación, movilizarse todos los días entre Los Chillos y Quito (a veces incluso los fines de semana), más las tareas del hogar dejaban poco tiempo para la aventura o al menos eso creía yo.
Pensaba que solo las noches podían abrir una ventana, un espacio. Y así ocurrió. Un buen día, en la escuela de mi hijo mayor, el profesor de aventura (un tipazo) organizó una subida nocturna al Ilaló. No lo pensé dos veces y armamos una pequeña mochila con bebidas rehidratantes, linternas y un par de chocolates. ¿Qué tan complicada podría ser una caminata nocturna con niños de 10 años?
Los primeros 10 minutos fueron de calentamiento, pero las dos horas siguientes fueron agotadoras. Los guambras subieron y bajaron como si nada, pero los papás… Solo les contaré que mi linterna dejo de iluminar a mitad del camino y que en el descenso di dos vueltas en el aire por un resbalón y terminé con mi pierna derecha rasmillada (con una caracha garota, en léxico cuencano). Al día siguiente el dolor de piernas era #$%&$#%
Pero el amor con el Ilaló acababa de empezar. Era 2016 y esa primera vez, como todas, fue inolvidable. A la semana siguiente volvimos, ya con más precauciones y las subidas nocturnas se repitieron durante algunos meses.
Desde entonces hasta la fecha el Ilaló es un destino de aventuras en familia o en solitario. La Cruz, el Hito, la cadena y otros puntos se convirtieron en pretextos perfectos para desconectarse y respirar algo de aventura. Recorrer sus decenas de senderos, mirar de cerca las mingas de los comuneros quienes se esfuerzan por progresar sin que eso implique deforestar, escuchar el silencio y embriagarse con el paisaje son momentos que no tienen comparación. Caminando, trotando o en bicicleta (tema de la próxima entrada), el Ilaló es parte fundamental de la actividad deportiva de este cuencano radicado al pie de una montaña a la que se respeta y se cuida.